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Cuando entramos a la Escuela del Aire de la ciudad australiana de Alice Springs, un profesor de matemáticas intentaba comunicarse por radio con una niña ... que vivía a cuatrocientos kilómetros en pleno desierto: «Celeste, ¿cuánto es cuatro por once?» Entre interferencias, zumbidos y chasquidos, la respuesta llegó desde otra galaxia: «44». En aquella emisora, los profesores impartían clases a 120 niñas y niños desperdigados en ranchos por un territorio vacío del tamaño de dos penínsulas ibéricas. Las lecciones se suspendían cuando una tormenta solar revolvía la ionosfera –ahora la conexión por internet vía satélite les ha dejado sin excusas–, los profesores hacían rondas en avioneta para visitar a los niños y organizaban una fiesta en Alice Springs para que se encontraran una vez al año. Las avionetas volvían con redacciones y dibujos que colgaban en la emisora: niñas que daban el biberón a crías de camellos; niños que escribían poemas a canguros, iguanas y dragones de las arenas; adolescentes que narraban las reparaciones de los molinos de viento para extraer agua de los pozos mientras soñaban con surfear en playas tropicales... Carmen Ariotti, de diez años, describía las devastadoras tormentas de arena que les obligaban a refugiarse en casa y celebraba una novedad: «¡Hoy es un día frío y lluvioso! Una niebla fina rodea la montaña púrpura, es una vista fascinante. En Kalka casi nunca tenemos días así. Me gustaría que duraran para siempre».
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