Imaginario de tiempo y vida
Iñaki Adúriz
Jueves, 4 de enero 2024, 01:00
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Iñaki Adúriz
Jueves, 4 de enero 2024, 01:00
Pocas dudas suscita el hecho de que la pasada Nochevieja fuera, sobre todo, una especie de noche de historias, de tiempo paralizado, antes de que ... un nuevo día de Año Nuevo llegara con promesas, antes de que viniera el tiempo real y, con él, esperanzas y desesperanzas mal repartidas. No en vano ya se lleva diciendo desde hace unos días, y no solo en clave política, que por estas fechas se inicia «un nuevo tiempo». Protagonista estos días de cambio de año es el tiempo que pasa, el tiempo perdido que, literalmente, ya no vuelve. Y quien dice el tiempo dice la vida. Perder el tiempo es más que lo que en apariencia significa esa expresión doméstica, es, a fin de cuentas, perder el tiempo que representan las manecillas del reloj, es decir, perder los minutos y horas y no sé qué más de la vida que hemos tenido a nuestra disposición. Mucho saben de esto las personas que, ya sea impedimento o enfermedad, han visto cómo las horas y los meses y, a veces, los años, transcurrían, sin la posibilidad de hacer cosas como las hacen los demás, con una significativa merma de tiempo y vida.
Por lo demás, si el tiempo de la infancia es casi eterno, un tiempo que apenas avanza y cabe todo, realidad y ficción a la vez, el de los mayores resulta, en cierto modo, paradójico, pues estos perciben cómo el tiempo se acorta, cómo no se abarca todo, cuando, por otro lado, se prolongan satisfactoriamente sus períodos vitales. Y es que, cuando en la cima de la vida se van subiendo años y se está más alto, conforme el tiempo avanza y se vive más, paradójicamente, se siente que el tiempo y la vida se abrevian. Solo cuando ésta se reduce a nada, cuando la muerte llega, es cuando no hay tiempo que valga. Este tiempo detenido, ya, para siempre, del acontecimiento vivido, de la persona fallecida, sería el de la historia, la memoria y el recuerdo, un tiempo trasladado a menudo a las letras, los libros, los aniversarios, homenajes y placas, así como a las imágenes y fotos de etapas vitales pasadas. Hay, sin embargo, otro tiempo detenido, mientras transcurre el tiempo real y, con él la vida, es el tiempo de la ensoñación, la imaginación y meditación, puede que sea el tiempo del sentir y de las ideas, un tiempo que parece que escasea cada vez más, pero del que no se puede zafar eso que se llama el ejercicio de la literatura.
Cómo no traer aquí a un destacado miembro de esta, especializado en el tiempo. En efecto, un joven tímido y romántico Jorge Luis Borges, en 'Final de año', poema que se encuentra en su primera y centenaria obra, 'Fervor de Buenos Aires' (1923), de la que dicho escritor argentino señala que «prefigura todo lo que haría después», sugiere que la razón de una acendrada costumbre en el cambio de año –modificar su número, hablar de algo que muere y renace, o que se cumpla un proceso astronómico–, no es suficiente para comprender la agitación que se tiene, por esperar las campanadas de Nochevieja. Más bien, tal turbación se sustenta en una suerte de intuición o vislumbre, en torno al «enigma del Tiempo», concretada en la certidumbre de que, a pesar de estar convencidos de caducidad, por numerosas pruebas que va dejando la vida, «perdure algo en nosotros, inmóvil, algo que no encontró lo que buscaba». Es evidente que, sin mentar el ámbito religioso, central también por estas fechas de final y comienzo de año, bajo aquel presentimiento, subyace la sorna del poeta argentino, al atreverse a proclamar una especie de solución digna –como la existencia de quietud, inmovilidad o eternidad–, al incesante morir y nacer, cerrar y abrir, acabar y empezar de todos los años, simbolizado por el ritual nocturno de las doce campanadas.
Queda, pues, constancia de lo que le interesa el tiempo a este autor. Además, no cabe duda de que adquiere en él una significación especial, ligada a la vida más de lo que parece, hasta el extremo de que, incluso, le hace escribir, después, en 1925, que el «tiempo está viviéndome» y, luego, en 1952, que «el tiempo es la sustancia de que estoy hecho». Lo que no quita para que, aun siendo un concepto de referencia central para la vida, lo desdeñe por esa suerte de manía que tiene de manifestarse como fin y principio, envejecimiento y renovación. Algo ficticio, después de todo, ya que empaña ese escenario que se sitúa al fondo, compuesto de algo así como verdad, quietud o eternidad, que el escritor porteño vislumbra en su imaginario poético. Así, el tiempo no es solo algo enigmático y que causa zozobra e intranquilidad, sino algo más hiriente y de seguro pesar. Y es que las generaciones se superponen –unas mueren y otras nacen– y pocos momentos de tregua sin afilar da el tiempo, «en cuya herida siempre abierta, que el último dios habrá de restañar el último día, cabe toda la sangre derramada» (1923). No es extraño que, no sin sarcasmo, fantasee, en 1925, un simulacro de quietud, un andar «con lentitud, como quien viene de tan lejos que no espera llegar», frente a los que hacen y deshacen, y a los que se quieren comer el mundo. Un deseo válido, también, para este 2024
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