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Dejando a un lado, si es posible, su vuelo religioso, el miércoles de ceniza me resulta simpático. Es de los pocos días con nombre y ... apellido, digamos, que no conlleva una liturgia consumista. Es un jornada discreta, a pesar del pedigrí. Desde hace tiempo, días como el Martes de Carnaval, el Jueves Santo o Navidad, Reyes, el Día los Enamorados, el de San Blas, o los más recientes Halloween y Black Friday nos tientan con la compra de disfraces, salidas a la nieve, escapadas al extranjero, publicidad de perfumes y con una irresistible oferta repostera: ay, los roscones de Reyes, las tostadas de carnaval, los huesos de santo, los buñuelos... Alrededor de esas fechas, ya sean cristianas o paganas, se mueve muchísimo dinero, es bien sabido. El miércoles de ceniza, en cambio, no implica abrir la cartera. Me gusta además el simbolismo de la ceniza porque, al final, tras las brillantina, el espumillón, la pirotecnia y el papel de regalo es, básicamente, lo único que queda.
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