Alberto Surio
Miércoles, 14 de mayo 2025
El fallecimiento a los 89 años de Pepe Mujica, el expresidente de Uruguay entre 2010 y 2015, ha suscitado un inédito movimiento colectivo de reconocimiento ... universal por su estatura moral, su integridad personal y su entrega a los más desfavorecidos en un planeta en el que la lucha por la justicia social sigue siendo un poderoso carburante de conciencias. La política vasca ha recordado la figura de este 'filósofo' de la vida, curtido en mil peleas, guerrillero tupamaro en los años 70, encarcelado y torturado por la dictadura militar durante 15 años y que lideró después la transición de su movimiento hacia la política democrática como principal activo del denominado 'Frente Amplio', una gran coalición de centroizquierda que hace varios meses recuperó el poder en la república latinoamericana.
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Mujica desciende de una familia vasca que viajó a América en el siglo XIX escapando de las hambrunas. El exlehendakari Iñigo Urkullu destacó su posicionamiento contra la violencia «desde una mirada autocrítica personal» y evocó el momento en el que descubrió que su apellido se había extendido por municipios guipuzcoanos. El exalcalde de Donostia, Juan Karlos Izagirre, recordó también que celebraron juntos en su visita a San Sebastián su 80 cumpleaños en 2015. «Ha sido un maestro, siempre sencillo, no quería restaurantes de lujo, vino con su esposa. Lucía, su compañera en la vida y de una lucidez extraordinaria», apunta el exprimer regidor.
Imanol Pradales
Lehendakari
Aitor Esteban
Presidente del PNV
Arnaldo Otegi
Secretario general de EH Bildu
Eneko Andueza
Secretario general del PSE
Los políticos vascos ensalzaron su figura. Lo hizo el lehendakari Imanol Pradales. Al igual que Arnaldo Otegi – que sentía devoción por Mujica y que, junto a su compañero de EH Bildu, Gorka Elejebarrieta, ha viajado a Uruguay para participar en la despedida del expresidente–. También Eneko Andueza, secretario general del PSE y Aitor Esteban, presidente del PNV.
Mujica ha sido el último baluarte en el mundo de una izquierda necesitada de faros éticos en un contexto de fuertes convulsiones. Su trayectoria ha merecido un reconocimiento transversal y no solo ha recibido el homenaje del pueblo de izquierdas. Desde las antípodas ideológicas, el mismo Alberto Núñez Feijóo recordó su relación con él como presidente de la Xunta de Galicia.
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El gran testamento del dirigente uruguayo se sitúa en el terreno de los valores. En un entorno en el que las certezas tradicionales se han desplomado, en el que el dinero marca las reglas de juego, en el que la imagen sustituye a la palabra y al pensamiento, Mujica representaba un proyecto vital sustentado en la autenticidad de quien vivía sencillamente como predicaba. Fue humilde sin impostura, creía que se podía vivir con lo necesario, y declaró la guerra a un consumismo feroz que le enfurecía y a un capitalismo sin límites al que declaró 'non grato' desde su pequeña casa de campo a las afueras de Montevideo en la que cultivaba su huerto. Ha sido un romántico de las ideas y un iluminado cuerdo que ya alertaba hace diez años del peligro de que en el caldo de cultivo del malestar social prendieran las ideas reaccionarias.
Ante una política que se ha devaluado de forma considerable, ha simbolizado la fuerza moral de un compromiso como servidor público con la comunidad. Entendió que su trabajo en la izquierda pasaba también por cicatrizar las heridas y desterrar la impaciencia. Apartó el sectarismo, y lo logró porque su carisma le permitió convertirse en un patriarca entrañable. Su referente preferido –Salvador Allende– se había quitado la vida en 1973 para evitar la indignidad de 'traicionar' a su pueblo y rendirse a los militares golpistas. Él entendió siempre su papel constitucional como una contribución a la causa de la fraternidad. Un universo alejado del ruido, de la toxicidad de las redes y la simplificación de los debates. Mujica puso en valor los puentes frente a la polarización hoy en boga. Lo hizo consciente de que su batalla por la izquierda necesitaba siempre luces largas. Era un soñador empedernido que aconsejaba un baño frío de realismo todos los días.
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Alentó la desaparición del terrorismo en Euskadi porque él mismo representaba a una generación que en su día había optado por empuñar las armas seducida por el imaginario revolucionario. Había descartado de su vocabulario el término odio. itía que portaba de por vida una mochila de dolor, pero quería mirar al futuro sin estar condicionado por ese pasado. Para él, para hacer balance, lo que pesa al final es el amor. Cuando se fue de Donostia dejó dos máximas a sus interlocutores: Una, la juventud se cura con el tiempo, bromeaba. La otra: la muerte forma también parte de la vida. Y por eso, hay que saber disfrutarla al máximo desde los afectos. Todo un legado vital que ahora resuena con fuerza.
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