Finales eternas

Después de tres décadas de espera, estamos ante una nueva oportunidad de jugar un partido que los aficionados siempre recordaremos dónde y cómo lo vivimos. Llegamos a Sevilla con un año de retraso, un año en el que el fantasma de la Copa nos acompaña como alma en pena a la espera de poder descansar de una vez en las vitrinas de Donostia o Bilbo. El paso de los meses ha enfriado ese camino hacia la final que culminó con el partido de vuelta en Miranda a principios de marzo del pasado año. Desde entonces, el coronavirus ha vaciado calles, bares y estadios y ha llenado cementerios.

El ser humano se acostumbra a todo y ya nos hemos habituado a este nuevo fútbol aséptico, de estadios vacíos, ruedas de prensa por Zoom y victorias que hay que celebrar en la soledad doméstica. Si Imanol Alguacil y Mikel Labaka quieren motivar a los suyos, después de las charlas tácticas y de aburrirse de ver los cambios introducidos por Marcelino García en el rival, les sugiero que les pongan las dos finales, la de Zaragoza y también aquella de Madrid. En definitiva, la cara y la cruz de dos partidos que, como el de Sevilla, se nos quedarán grabados para siempre.