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Tengo que confesar el miedo escénico que me produce escribir sobre la final de la Copa del Rey. Es un atrevimiento por mi parte ... porque sin ser para nada futbolero, meterme en semejantes jardines me da mucho pudor. De entrada, perdón por la osadía. Pero la final, aunque sea en este formato extraño de este año, supone un rescate mágico de vivencias y sentimientos que fluyen a borbotones. Cada vez que la Real Sociedad juega un partido con el Athletic me acuerdo de mi padre, fallecido en 2014. Puede que fuera su gran pasión, junto a su adicción a fumar. Vivía los derbis como un duelo con todos los demonios danzando y seguro que se hubiera planteado esta final como un manojo de nervios.
Yo nunca intenté realmente convencerle de que dejara los prejuicios sobre el Athletic colgados en el armario. Pero el tema era más serio de lo que pudiera pensar. Incluso cuando estaba muy enfermo, el fútbol seguía siendo una especie de mina inagotable. Yo, que no tengo ni idea de alineaciones, intentaba racionalizar el debate. Un empeño imposible.
Es lo que tiene la fuerza del fútbol. La pasión de tanta gente, entre ellos mi aita. Los goles de la Real hacen felices a muchos. Y me incluyo, nos hacen felices. Sirven para rescatar las ilusiones del pozo perdido de la rutina. Se suele decir que la verdadera patria de cada uno es la infancia. Pues mi infancia son los goles de la Real en el viejo Atocha los domingos a la tarde, cuando aplaudíamos en Preferente y nos comíamos el bocata de tortilla en un momento de gloria. Y los goles del Estudio Estadio por la noche. La televisión y el fútbol se alían como poderosa moviola de la nostalgia.
Cuando vea la final en la Cartuja de Sevilla me acordaré de las circunstancias excepcionales que vivimos, de esa emoción que muchos van a sentir portando la camiseta del equipo de su vida en la intimidad de sus casas frente al televisor. Pero, sobre todo, me voy a acordar de mi padre gritando ¡gol!
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