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Despistes, obsesiones, accidentes... Las muertes más tontas de la Historia (incluso con tortugas que caen del cielo)

Por tragarse una mosca; por simular un disparo; de risa; por accidentes inverosímiles... Grandes personajes de la Historia fallecieron de las maneras más absurdas. Recordamos unas cuantas.

Viernes, 28 de Abril 2023

Tiempo de lectura: 3 min

Esquilo, autor de tragedias, protagonizó una muerte trágica, extraña, ridícula. Lo mató un augurio. El oráculo de Delfos había predicho que moriría aplastado, así que el asustado Esquilo decidió salir de Atenas para evitar que columnas, edificios o estatuas cayeran sobre su cabeza, como había anunciado el oráculo.

Esquilo se fue al campo, pero la maldición se fue con él: murió aplastado por una tortuga que le cayó del cielo, se le desprendió de las garras a un quebrantahuesos. Qué improbable es que lluevan tortugas, pero, ay, a veces sucede lo improbable.

A Draco, otro griego, lo asfixiaron las togas que le lanzaron sus fans en un teatro de Agina. Murió de éxito. Al primer emperador de China, Qin Shi Huang, el hombre que encargó el impresionante ejército de guerreros de terracota, lo liquidaron sus aires de grandeza. Quiso ser inmortal y por eso ingirió el mercurio que lo mató.

El actor Gareth Jones cayó fulminado por un infarto en el escenario. La función continuó porque precisamente así moría su personaje

El monarca sueco Adolfo Federico también terminó por comer lo que no debía: en un banquete se zampó langosta, caviar, chucrut, arenques ahumados y champán más 14 platos de su postre favorito, semla (bollo de harina) mojado en leche caliente. Lo fulminó la glotonería, como a Maximiliano de Austria, fallecido de una indigestión de melones.

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El sabio que no sabía cocinar. El prestigioso matemático Kurt Gödel estaba obsesionado con que le querían envenar. Solo comía lo que le preparaba su mujer. Cuando a ella la ingresaron en el hospital, él dejó de comer. Murió de hambre.

El matemático Kurt Gödel, sin embargo, falleció por lo contrario: murió de hambre en 1978. Lo patético es que estaba acostumbrado a comer lo que le preparaba su mujer y cuando a ella la ingresaron en el hospital se negó a ingerir nada hasta que ella regresara, no por amor, sino por terca ineptitud. Y por histeria paranoica: creía que lo querían envenenar.

Crisipo y el primer traductor de François Rabelais murieron de risa. Literal

Absurdo parece morirse de risa, pero es posible. Así falleció Crisipo, filósofo estoico. Lo contó Diógenes Laercio: Crisipo hizo un chiste sobre un burro al que vio comiendo higos y tanta gracia le hizo su ocurrencia que el ataque de risa lo mató. También murió entre carjadas Thomas Urquhart, aristócrata escocés, el primer traductor de François Rabelais: se tronchó de risa cuando le dijeron que Carlos II se había convertido en rey de Inglaterra. Doble desgracia para Thomas, Carlos reinó y él se lo perdió.

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Puro teatro. Gareth Jones cayó fulminado por un fallo cardíaco mientras actuaba en una obra de teatro. Sus compañeros y el público creyeron que era parte de la interpretación. Tenía solo 33 años.

A Hans Steininger, burgomaestre de Braunau, lo mató su barba: medía 1,4 metros de largo y la solía llevar recogida, pero un mal día se le soltó, se tropezó y el excéntrico Hans se partió el cuello. Parecida fue la muerte de la gran Isadora Duncan: la estranguló su fular cuando se enganchó en una rueda del glamuroso descapotable en el que viajaba.

Disparatado accidente sufrió también el abogado estadounidense Clement Vallandigham. Durante un juicio, en 1871, quiso demostrar la inocencia de su defendido, acusado de asesinato. Su tesis era que la víctima se había disparado accidentalmente a sí mismo. Y eso hizo el abogado al teatralizarlo: se le disparó el arma. Caput. Su cliente salió absuelto.

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El detective Pinkerton. Allan Pinkerton, fundador de la mítica agencia de detectives Pinkerton, se tropezó, y al caer se mordió la lengua: se le gangrenó.

Teatral y morboso fue también el fin del actor Gareth Jones: en 1958 cayó fulminado por un infarto en el escenario. La función continuó porque precisamente así moría su personaje.

Otros decesos parecen ridículos hoy, pero antes de que nacieran los antibióticos, cualquier infección podía ser mortal. A Lord Carnavon, mecenas del descubrimiento de la tumba de Tutankamon, lo mató la picadura de un mosquito en la cara: cuando se afeitó se le infectó y el mal se fue expandiendo hasta terminar con él. También al compositor Jean Baptiste Lully se le infectó y lo mató la herida que se hizo en el pie con su batuta.

Allan Pinkerton, fundador de la mítica agencia de detectives Pinkerton, se tropezó, y al caer se mordió la lengua: se le gangrenó. Al rey Alejandro I de Grecia le mordió su mono y le contagió la rabia. A Enrique I de Castilla lo fulminó, de adolescente, una pedrada lanzada durante unos juegos con sus amigos. El Papa Adriano IV se atragantó con una mosca... Qué muertes tan tontas.

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