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Quizá no nos hemos repuesto del susto de ayer, pero no es para menos. El apagón general en toda la Península Ibérica nos ha sorprendido ... por lo inesperado, por su alcance y por su larga duración en numerosos territorios. Ha sido un gigantesco imprevisto y ha provocado un enorme desconcierto y caos en la vida cotidiana. Hogares, lugares de trabajo y servicios públicos, en especial hospitales, centros sanitarios y transportes. Todo patas arriba.
Se especulará ahora sobre las causas del apagón, con todas las hipótesis abiertas sobre la autoría, incluso la de un ciberataque masivo. La posibilidad de una grave caída en la red eléctrica empezaba a asentarse a última hora. Pero a falta de una respuesta oficial, no hay manera de desprendernos de cierta psicosis que encierra dilemas existenciales sobre la autonomía estratégica de Europa. En plena incertidumbre general, la sombra de los bulos es alargada. Casi dos horas de parón en Euskadi, y una tarde muy complicada en el resto de España, con todos los servicios de emergencia en estado de alerta. El caos circulatorio fue una realidad y solo los mensajes deliberados a la tranquilidad intentaron devolver un poco de luz, y nunca mejor dicho. Se trataba de una situación sin precedentes. Volvieron por unas horas las velas, los transistores y el fuego de camping-gas para calentar la comida o la cena. Nos hemos quedado sin móviles, y es como si nos hubiesen amputado una mano. Ahora que tanto hablamos de 'transición energética', el problema de suministro eléctrico es un baño helado de realismo que demuestra que la 'normalidad' está muchas veces prendida sobre alfileres. Menos mal que la primavera ha aliviado con su alegría este lunes al sol que se ha ido al negro.
A partir de ahí algunas derivadas parecían previsibles, de guión. Pedro Sánchez convocaba con urgencia el Comité de Seguridad Nacional para analizar la situación y pedir responsabilidad. El PP criticaba la falta de información del Gobierno. La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, pedía la intervención del Ejército para garantizar el orden; la izquierda independentista vasca -al menos en las redes sociales- remaba a favor suyo al pedir la independencia energética de Euskadi y otras voces del mundo conservador aseguraban que el apagón era el fruto del cierre de las centrales nucleares. Habrá que extraer conclusiones y responsabilidades si las hubiera. Ya llegará el momento de hacerlo. Ahora toca volver a la normalidad. El riesgo del colapso es real. Y hay que advertirlo.
Estas situaciones son propicias para que los que se dedican a lo público -estén en el Gobierno o se dediquen a la oposición- den la cara y estén a la altura. Hay que tener cuidado en los mensajes públicos. Bordeas el sentido de la responsabilidad pero no sabes si en un momento dado puedes deslizarte hacia la irresponsabilidad o, incluso, hacia el ridículo. La línea que separa estos conceptos es muy fina. Toda la gente que se ha quedado atrapada en los ascensores, en los túneles de autopistas, en el interior de trenes o en otros servicios de transporte, que han sufrido un buen susto, merece un poquito más de respeto.
La 'crisis del ascensor' ofrece una fotografía real sobre los límites que en ocasiones nos enseña la realidad, nos guste edulcorarla o no. No hay más cera que la que arde. El asunto merece toda una reflexión sobre lo vulnerables que seguimos siendo. Lo vimos en la pandemia, y no salimos precisamente más fuertes. Y hoy en día lo mismo, aunque los grupos electrógenos de repuesto hayan funcionado mejor de lo esperado.
El mundo no nos da tregua. Hemos pasado del impacto por la muerte del Papa Francisco a la conmoción por el apagón sin una mínima transición psicológica. El presidente Sánchez y el lehendakari Pradales nos piden calma, paciencia y serenidad pero vivimos en una sociedad en la que reclamar estos valores constituye, en demasiadas ocasiones, un ejercicio baldío y lleno de voluntarismo, por muy sensatos que resulten. Vivimos en la sociedad del instante, del momento, del fogonazo eléctrico, y reclamar tranquilidad es a veces pedir peras al olmo.
Con la inteligencia artificial que nos sorprende con sus avances, resulta insólito que este apagón descoloque por completo la vida de un país con tanta rapidez y tanta virulencia. No deja de ser toda una lección de humildad de la que convendría sacar algunas conclusiones. ¿Tan frágiles somos que, incluso, no somos del todo conscientes de ello? Esta vulnerabilidad exige llegar hasta el final para investigar lo ocurrido y para intentar que no vuelva a pasar. Es casi igual que se trate de un ciberataque o un fallo en el sistema eléctrico fruto de una accidente excepcional que hasta el momento nunca se había producido. En ambos supuestos, es de echarse a temblar lo expuestos que vivimos.
Menos mal que estamos en el horario de verano y que ha dado tiempo a que se reponga la luz poco a poco. Parecía una película que nunca íbamos a vivir en directo y hasta nos acordamos del 'kit' de supervivencia de la UE. Al final hasta la ficción y la realidad pueden entremezclarse en la misma coctelera.
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