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Unos le consideraban un nuevo inquisidor por sus pastorales amenazando con el infierno a las mujeres que se bañaban en bikini, a las parejitas que se paseaban de la mano, a quienes bailaran el chachachá o entraban al cine a ver 'Gilda'. Otros, por el contrario, le veneraban como a un santo que vivió como pobre entre los pobres, guardián de la pureza doctrinal, crítico de la modernidad y defensor de la unidad católica de España cuando los vientos de la historia soplaban a favor de la libertad religiosa.
Pero lo peculiar es que los mismos que lo censuraban por su exagerado rigorismo moral aplaudían su valentía al acusar a los vencedores en la Guerra Civil por su afán de venganza, a los empresarios por explotar a los trabajadores y a los sindicatos verticales de la dictadura por su inutilidad. Y aquellos parroquianos puritanos y conservadores que besaban piadosamente su mano, no raras veces se irritaban con el 'obispo comunista' que sermoneaba contra el gran capital y sus cómplices, pedía la supresión del servicio militar o, como pacifista radical, proponía la completa erradicación del negocio de la guerra mediante el sencillo procedimiento de situar en primera línea de combate a los jefes de Estado, sus ministros y secretarios.
Titular de la diócesis de Canarias durante casi treinta años, el lezotarra Antonio Pildain Zapiain (1890-1973) fue un obispo demediado: protector de los desfavorecidos y torturador de las conciencias; denunciante de las injusticias sociales e implacable censor de palabras y de obras. Socialmente avanzadísimo, eclesialmente muy conservador, moralmente trasnochado. Criticado o alabado, pero nunca ignorado: toda una figura de su tiempo.
«Yo soy vasco y cristiano por los cuatro costados, porque en Lezo nací y fui bautizado»: así presumía de sus orígenes el hijo del bergarés Gabriel Pildain, práctico en el puerto de Pasajes, y de María Casilda de Zapiain, de Astigarraga, maestra de primeras letras. Nacido el día de San Antonio del año 1890, cursó estudios en el seminario menor de Andoain y en el conciliar de Vitoria formando parte de una brillante generación de sacerdotes adiestrados para el combate contra las 'locas novedades filosóficas' de la modernidad de la que también formaron parte los guipuzcoanos José Miguel de Barandiaran, Manuel Lekuona o Máximo Yurramendi. En la Universidad Gregoriana de Roma se doctoró en Teología; tomó los hábitos en 1913.
Hombre de extensa cultura y con dominio de lenguas (hablaba euskera, castellano, francés, italiano, latín, griego y hebreo), poseía el don de la palabra y una gran destreza para la esgrima argumentativa. Cualidades de las que hizo gala en las cortes constituyentes de la II República, entre 1931 y 1933, como diputado por Gipuzkoa adscrito a la Minoría Vasco-Navarra que aglutinaba a nacionalistas, carlistas y católicos diversos. Ello le valió que durante la dictadura sus enemigos le acusaran de separatista vasco, contra lo que se defendió aduciendo que su actividad parlamentaria estuvo guiada únicamente por la defensa de los ideales religiosos y de la Iglesia. De hecho, en la segunda legislatura republicana pudo repetir como candidato del Partido Nacionalista Vasco, pero rehusó: «No pertenezco ni he pertenecido jamás a ningún partido político, pero tengo amigos entrañables en todos ellos», aclararía más adelante.
Por los recelos que su pasado político suscitaba en las autoridades franquistas, Pildain estuvo casi un año esperando autorización para asumir la diócesis de Canarias para la que fue nombrado en vísperas del estallido de la Guerra Civil.
En las islas, con el general Franco como capitán general, el golpe de Estado de julio de 1936 triunfó rápidamente a lo que siguió un largo periodo de represión y de venganza. El obispo intervino para evitar los fusilamientos: «Esto no se puede hacer. A nadie se puede matar sin hacer juicio y con un abogado que lo defienda». Y al constituirse el Tribunal de Responsabilidades Políticas para la depuración de los no afectos al nuevo régimen, Pildain prohibió a los sacerdotes de su diócesis que cooperasen como informadores al «no ser compatibles los oficios policiacos con el carácter y la misión sacerdotales». El Tribunal en pleno se presentó en el palacio episcopal para pedirle explicaciones. «¿Quién manda eso?», preguntó el obispo; «Franco», le respondieron. Y el lezotarra, señalando con el índice al Cristo colgado de la pared, aclaró: «Ya, pero aquí manda Este».
Durante la década de los cuarenta se hizo eco de la precariedad en que vivían miles de familias canarias a través de numerosas pastorales sociales: «Los obreros sin trabajo y los jornales insuficientes»; «Lo que la Iglesia católica y la justicia social exigen para la familia obrera»; «El paro y la guerra, dos hechos vitandos»; «Ante el gravísimo problema de la carestía de la vida»...
Al finalizar la II Guerra Mundial, mientras el nuevo régimen trataba de reposicionarse ideológicamente como baluarte contra la amenaza del comunismo, se despachó señalando quiénes eran los auténticos «fautores del comunismo»: egoístas, pudientes, capitalistas; muchos empresarios, industriales y comerciantes; especuladores, banqueros, sociedades anónimas, Estados, autoridades; los hipócritas que lavan sus conciencias con obras de caridad, los predicadores que evitan denunciar las injusticias desde el púlpito, cierta prensa que se denomina católica... Y remataba la carta pastoral: «Son momentos demasiado decisivos los que estamos viviendo para entretenernos en retocar con flores retóricas o con precauciones oratorias nuestro pensamiento». Manera de decir que no pensaba morderse la lengua.
Padecía obsesiva fijación contra los bailes modernos que, a su juicio, paganizaban las fiestas de los pueblos. Allí donde se celebrasen, ordenó «que doblen a muerto las campanas de la torre cada día, desde las 6 de la tarde a las 10 de la noche, por las almas que en dichos bailes perderán la vida de gracia y quedarán sobrenaturalmente muertas a la misma».
En 1950, con motivo de la visita de Franco a Gran Canaria, Pildain se negó a oficiar liturgia alguna a menos que se suspendiesen los contoneos musicales. No le hicieron caso y, por ello, Las Palmas fue la única capital de provincia donde el caudillo no fue recibido por el obispo titular, no hizo entrada bajo palio en la catedral, ni hubo Te Deum. Todos los corifeos del franquismo en las islas pidieron su destitución. Pero el dictador, que al parecer le respetaba, lo dejó pasar: cosas de Pildain...
Con su rectísima concepción de la Iglesia y de la moral cristiana, anatemizó las obras de Unamuno («hereje máximo y maestro de herejías») y de Benito Pérez Galdós, oponiéndose de forma vehemente a que se abriera al público su casa-museo en Las Palmas.
Prohibió los aparatos de televisión en todas las dependencias religiosas de la diócesis (si la tele de los años sesenta le parecía 'pecaminosa', ¡¿qué diría hoy?!), y al conocer que un sacerdote iba al fútbol lo suspendía 'a divinis'.
Pero el mundo no se detenía como el bueno de don Antonio hubiera deseado, así que tuvo que soportar como un martirio las vertiginosas transformaciones de la época: la liberación de las mentalidades y de las costumbres, la aparición de medios de comunicación de masas que sustrajeron influencia a los púlpitos, la secularización de la vida social en todos sus aspectos, la eclosión del turismo internacional de playa y piscina...
Aunque lo que más le afectaría fue que el Concilio Vaticano II, convocado en 1962 por Juan XXIII para adaptar a la Iglesia a los nuevos tiempos, entre otras medidas sancionó la libertad de cultos. Toda una punzada para un sacerdote que fue enseñado y enseñó que la única verdad residía en el catolicismo, siendo los demás credos herejías y errores que había que combatir. Pildain se dirigió a los mitrados de todo el mundo reunidos en la basílica romana con estas palabras: «¡Ojalá se derrumbe la cúpula de San Pedro sobre nosotros antes de que aprobemos esto!». Pero se aprobó.
Nunca se repuso de la constatación de que algunas verdades tenidas por 'eternas' también caducan. Fue como si la cúpula de San Pedro se derrumbara sobre su viejo corazón prevaticanista.
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