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Muchos donostiarras se despertaron el martes 8 de mayo de 1945 con el bramido de un avión que, volando a baja altura, entró en la bahía, cruzó hasta las faldas del monte Igueldo y, en descenso, intentaría tomar tierra en La Concha. Bien porque al piloto le faltara tiempo para activar el tren de aterrizaje o bien porque falló el sistema, el aparato se deslizó sobre su panza por encima de la arena unos cien metros perdiendo una de sus hélices, el motor estalló y el fuselaje, tras hacer un bucle, fue a parar al agua entre La Perla y el Pico del Loro.
Por la ciudad corrió el rumor de que en el bombardero con la esvástica grabada en su aleta viajaba el mismísimo Adolfo Hitler, a quien los rescatistas habrían sacado malherido. Pero el inesperado visitante no era el Führer, que se había suicidado una semana antes en su bunker, sino otro 'pez gordo' del Tercer Reich: el belga Léon Joseph Marie Ignace Degrelle, teniente coronel de las Waffen-SS y último comandante de la División Valonia.
Acusado de traidor y colaborador con el enemigo, Degrelle había sido juzgado en rebeldía y condenado a muerte por un tribunal belga a finales de 1944. Sabía que si caía en manos de los Aliados le esperaba la horca, por lo que, al compás del desmoronamiento del frente alemán, se replegó a Copenhague y, desde allí, a bordo de un dragaminas, llegó a Oslo. Pasadas las 11 de la noche del 7 de mayo, Degrelle y cinco compañeros tomaron un Heinkel 111 abandonado en el campo de batalla y se echaron al cielo con el combustible justo para recorrer los más de 2.000 km hasta la frontera española. A falta de radio, como instrumentos de navegación utilizaron una brújula y un mapa de Francia.
Confiaba en obtener asilo en España con la mediación de sus importantes amigos y os trenzados durante la Guerra Civil. No en vano, la Falange estaba hermanada con Rex, partido político fundado por Degrelle en los años treinta de ideología ultracatólica, xenófobo, antisemita y enemigo de las élites políticas a las que acusaba de corruptas, egoístas e ineficaces.
La entrada en nuestros cielos la describió más tarde en uno de sus libros: «Yo conocía aquella zona porque de pequeño había veraneado en Lourdes con mis padres algunos años y en dos ocasiones visitamos Guipúzcoa. Pero faltaban algunos minutos y el avión ya no tenía combustible. Aterrizar en suelo francés significaba la guerra. Así que el piloto, para demostrar su pericia, puso el avión vertical, aprovechó las últimas gotas y llegamos hasta San Sebastián. La Virgen de Lourdes me salvaba en el último momento».
Eran cerca de la siete de la mañana del 8 de mayo. Al final de aquel mismo día, en Berlín, Alemania firmaría su capitulación incondicional.
Con varias fracturas causadas por el violento aterrizaje, fue ingresado en el hospital militar General Mola (actuales juzgados de la plaza Teresa de Calcuta), donde permanecería vigilado día y noche mientras se determinaba su futuro. Bélgica demandó su extradición, y la dictadura pareció inclinada a concederla siempre que Bruselas se comprometiera a reprimir las actividades políticas de los exiliados españoles. Sin embargo, lo sucedido con el primer ministro colaboracionista de Francia, Pierre Laval, a quien España entregó para su fusilamiento sin obtener contrapartidas, paralizó el arreglo entre las partes. De modo que Franco optó por guardar a su valioso cautivo como baza diplomática.
En el hospital donostiarra, Degrelle escribió el libro 'La campaña de Rusia' y desplegó una amplia vida social dentro de las posibilidades que le ofrecía el establecimiento. Personalidades de la política y de la alta burguesía veraneantes en la ciudad le visitaron para interesarse por su estado y escuchar sus hazañas de guerra coronadas con el viaje desde Oslo hasta La Concha, que a medida que repetía iba enriqueciendo con detalles cada vez más épicos.
Y es que Degrelle, a sus 39 años, era un hombre de atractivo varonil, amplia cultura, gran capacidad de conversación y un mentiroso patológico que encandilaba con sus vivencias y fabulaciones. Ególatra, se autorretrataba como un héroe capaz de fascinar al mismísimo Hitler quien, al imponerle la Cruz de Caballero con Hojas de Roble —condecoración que solo habían recibido ocho no alemanes—, le confesó que «si tuviera un hijo, quisiera que fuera como usted». Allá quien le creyera.
Mientras entretenía de ese modo a su selecto auditorio, desde los sectores más ideologizados del régimen se estaban fraguando planes para sacarlo de San Sebastián.
Fue Ramón Serrano Suñer, cuñado de Franco y ministro de Asuntos Exteriores durante la II Guerra Mundial, junto con el médico falangista Narciso Perales, los que finalmente urdieron y ejecutaron la evasión, al decir del primero con la anuencia secreta de Franco, que de ese modo podía sacudirse de encima la presión internacional en torno al criminal nazi. Se produjo el 21 de agosto de 1946, al año y tres meses de su llegada a Donostia.
En sus memorias, Serrano Suñer contó: «Quedamos que habría un oficial de guardia propicio en el hospital, y que le llamarían al teléfono en un momento para que Degrelle pudiera escapar, y que afuera le esperaría un coche que le llevaría hasta la frontera portuguesa». Todo salió tal como estaba planeado, pero ya en ruta el belga se plantó. Temía que el dictador portugués Salazar obrara como no lo había hecho Franco y acabara entregándole. Se negó taxativamente a continuar el viaje.
En la tesitura, llevaron a Degrelle a Madrid y buscaron un piso discreto donde pudiera residir de incógnito, como así sucedió durante algo menos de un año. Enterada Bélgica de la huida de San Sebastián, pidió explicaciones al ministerio de Asuntos Exteriores que primero declaró que se había fugado y más tarde que fue expulsado. Y garantizó que «si un día Degrelle entrase nuevamente en territorio español, contraviniendo la orden de expulsión que ha cumplido, sería entregado al Gobierno belga sin más dilaciones». Esta promesa daría mucho que hablar en el futuro puesto que el nazi no solo no abandonó España en ningún momento a lo largo de las siguientes décadas, sino que vivió, y además con toda clase de lujos, 'Bajo el manto del caudillo' (título del excelente libro del historiador José Luis Rodríguez Jiménez sobre Degrelle y los restantes nazis, fascistas y colaboracionistas que hallaron refugio en España).
Hasta finales de la década de 1950 el Gobierno de Franco mantuvo la mentira de que Degrelle no vivía en España, pese a que era un secreto a voces que estaba afincado en un palacio fastuoso que hizo construir en la sierra sevillana y que frecuentaba los círculos de la extrema derecha. Para más inri, en 1955 se le concedió la nacionalidad española y el correspondiente DNI con el nombre de León José de Ramírez Reina, por lo que a partir de ese momento pudo moverse libremente.
Léon Degrelle murió en Málaga el año 1994 sin ser molestado. Y manifestando el mismo orgullo que el primer día por haber podido servir al que consideraba «el hombre más extraordinario de nuestro tiempo», Adolf Hitler.
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