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El viejo crucero Aurora, anclado en el río Neva, lanzó a las 9,41 de la noche de aquel 7 de noviembre un primer disparo contra el Palacio de Invierno. En realidad, fue más una salva atronadora de artillería que un obús real. Pretendía intimidar a los ocupantes del edificio, los restos del Gobierno provisional e instarles a que se rindieran. Su presidente, el socialista moderado Alexander Kerensky, había logrado escapar horas antes, disfrazado de enfermera en un coche con la bandera norteamericana, al igual que regimientos de cosacos y soldados que decidieron rendirse. En su interior permanecían los ministros y algunos batallones de leales, entre otros el llamado regimiento de mujeres de la muerte, el primero en el mundo integrado exclusivamente por soldadas, que pretendían llamar al coraje patriótico a los hombres. Sin éxito. Los bolcheviques habían logrado ocupar días antes los centros neurálgicos de la ciudad, de más de dos millones de habitantes. Un electricista se había encargado de proyectar un gran reflector de luz sobre el Palacio, símbolo de la Rusia imperial derrocada en la Revolución de febrero. A las once comenzaría el bombardeo, aunque gran parte de la munición fue a parar a las aguas heladas del Neva. Solo dos bombas estallaron en el edificio y causaron escasos daños. Los ministros se encerraron en la Sala Malaquita, el lujoso comedor que utilizaba Nicolás II y que sirvió durante semanas como despacho de Kérensky. Allí fueron detenidos cuando entraron cientos de hombres armados y proclamaron la caída del Ejecutivo provisional.
Frente a la visión de la historiografía más triunfalista, no hubo resistencia y los asaltantes encontraron abiertas las verjas. Los ocupantes, de hecho, no respondieron con las armas al asedio. La toma del Palacio de Invierno aquel 7 de noviembre de 1917 (25 de octubre según el calendario juliano que todavía regía entonces en Rusia) simbolizó la toma del poder de los bolcheviques y el triunfo definitivo de la facción más radical de la Revolución Rusa, liderada por Vladimir Ilich Ulianov, Lenin. Visiblemente nervioso, Lenin esperaba el desenlace del asalto junto a sus compañeros en un ambiente irrespirable cargado de humo de tabaco en el antiguo instituto Smonly, que fuera residencia de las señoritas de la alta sociedad de Petrogrado. El primer ataque se había previsto a las seis de la tarde, con la llegada de la noche, pero tuvo que retrasarse por una falta de coordinación entre los asaltantes, que esperaban una primera señal desde la fortaleza Pedro y Pablo. Se trataba de una luz roja con un farol, pero no encontraron el farol. Las revoluciones también tropiezan con estas fatalidades. Después tampoco funcionaron los cañones de artillería ligera de la fortaleza Pedro y Pablo. Bien, porque estaban demasiado oxidados o porque estaban demasiado sucios. Tuvieron que conformarse con ráfagas de ametralladora contra la fachada del edificio. Además, se tenía constancia que los bolcheviques querían en primera instancia la rendición del Palacio, que exhibiera un golpe político, no tanto una carnicería, y en ese momento se desarrollaban frenéticas negociaciones para facilitar la evacuación de algunos batallones de soldados leales al Gobierno, pero que veían ya la causa perdida. En concreto, el batallón de 'ciclistas', otro de soldados mutilados y otros cuatrocientos cadetes que llevaban 24 horas sin comer porque nadie había previsto el rancho. Fueron ellos los que, al marcharse, dejaron abiertas las puertas de par en par. Cuando los revolucionarios ocuparon el palacio, a demás de desvalijar algunas dependencias, se entretuvieron sobre todo en la antigua bodega imperial, en donde los zares guardaban una histórica colección de vinos. Los bolcheviques tardaron días en terminar con la embriaguez colectiva que se desató, que afectó a los ocupantes e incluso a los bomberos que fueron a sofocar un leve incendio en el lugar.
Esta fue la letra pequeña de una toma envuelta en una épica siempre triunfalista por la historiografía oficial. De hecho, Lenin había logrado el visto bueno a su apuesta de insurrección armada días antes en el Consejo del Soviet de Soldados, Obreros y Campesinos de Petrogrado. Por diez votos a favor y dos en contra, el Consejo del Soviet consumaba un giro que veía fraguándose en los últimos meses, laminando a los más moderados que querían un gobierno de coalición entre socialistas moderados y liberales después de la caía del zar y que buscaban un régimen constitucional. A lo largo de 1917, entre marzo y noviembre, el pulso entre los más posibilistas y los más rupturistas fue constante y terminó haciéndose virulento. El objetivo de Lenin era que su proyecto de toma del poder por vía insurreccional fuera sancionado finalmente por el Congreso de todos los Soviets, que precisamente debía comenzar ese día 7. El inicio de las sesiones se retrasó hasta que se produjese la toma del Palacio. La coartada para explicar la operación al margen del Congreso es que la había adoptado un recién creado Comité Militar Revolucionario, con un dirigente que después pasaría a la historia: Leon Trotsky.
Lenin consiguió sus propósitos con una consigna 'Todo al poder para los soviets', que dosificó adecuadamente hasta que los bolcheviques se hicieron con el control mayoritario del soviet de Petrogrado. Durante meses, desde que había vuelto del exilio suizo en abril, se había dedicado en cuerpo y alma en atacar a los mencheviques (la minoría de izquierda más moderada, pero mayoritaria en el Soviet de Retrogrado), por su supuesta traición a la clase obrera y su apuesta por continuar la guerra.
La implicación de Rusia en la Primera Guerra Mundial en su coalición con Francia y Gran Bretaña había colapsado al débil Estado Ruso. La tragedia era absoluta. Al ingente número de víctimas, que había diezmado la juventud, se añadía un Ejército destrozado, innumerables derrotas militares en el frente, una indisciplina general en las trincheras y serios problemas de abastecimiento de alimentos en las ciudades. Los alemanes habían tomado al final del verano la ciudad báltica de Riga y amenazaban a Petrogrado. En ese contexto, el mensaje pacifista de Lenin, partidario de firmar la paz con Alemania sin condiciones, se propagó con rapidez entre una tropa desmoralizada, con la oficialidad descuartizada y unos mandos incompetentes y divididos. La guarnición militar de Petrogrado -la mayoría reservistas que sabían que su presencia en el frente era un viaje seguro al matadero- se aferró con energía a esta bandera y se convirtió en un factor decisivo del rápido triunfo del golpe de Estado. Lo mismo ocurrió con los trabajadores industriales de la ciudad.
El triunfo bolchevique no tuvo una génesis espontánea sino que fue también el fruto de la descomposición del bloque socialista-liberal que había pilotado el Gobierno provisional tras la renuncia de Nicolás II a comienzos de marzo. En parte, porque esa abdicación fue forzada por una parte de la clase militar y política rusa, que sospechaban que el zar -incapaz de entender que el modelo liberal constitucional hubiera sido quizá su última oportunidad para salvar el trono- pretendía negociar con los alemanes una paz por separado, influenciado por la zarina Alejandra, alemana de origen. El empeño del Gobierno provisional posterior en mantener a toda costa la continuidad de Rusia en la guerra avivaba las contradicciones en el campo moderado y la desafección de una parte de sus apoyos sociales. El punto crítico tuvo lugar en agosto, con un intento de golpe de Estado contrarrevolucionario por parte del jefe del Ejército (el mítico general Kornilov), que pretendía restablecer la disciplina en el Ejército, restaurar la pena de muerte y, de paso, acabar con los bolcheviques. Estos reaccionaron llamando a la movilización de los soviets y se lanzaron a la conquista de lo quedaba del Estado con un discurso incendiario que prendió en una parte de la población, la más desesperada.
Fue el propio Kerensky el que se cavó su tumba política al recurrir tácitamente al apoyo de los bolcheviques para parar a Kornilov, lo que les brindaba la posibilidad de recuperar la iniciativa tras meses de ilegalidad y persecución desde que en julio se había producido una revuelta radical sofocada entonces por el Ejército. Para noviembre la fruta ya estaba madura. Los sectores más moderados fueron devorados por los más radicales como suele ocurrir en los procesos revolucionarios. Fueron los cambios sociales profundos operados por la contienda bélica en la capital rusa los que terminaron de precipitar los acontecimientos.
Paradójicamente, los bolcheviques se quedaron solo en el 23,5% de los votos en unas elecciones para la Asamblea Constituyente el 25 de noviembre, después de la toma del Palacio de Invierno, cuando Lenin estableció ya los primeros decretos a favor de la paz con Alemania, la desmovilización del Ejército y la abolición de la propiedad privada de la tierra. En los comicios resultó más votado el Partido Social Revolucionario, de fuerte respaldo entre los campesinos y crítico con los bolcheviques, que se quedaron en minoría en la Cámara. La Asamblea fue disuelta por Lenin al segundo día de su proclamación en el mes de enero al entender que era un organismo de "la democracia burguesa" y no respondía a su plan para establecer en Rusia una dictadura del proletariado que permitiera a los obreros y a los campesinos la toma del poder, en el marco de una Revolución Socialista Internacional.
Lo más singular del triunfo bolchevique no fue tanto la toma del poder en el caótico contexto de una ciudad y un país colapsos por la guerra, el hambre de los campesinos y la falta de autoridad. Lo más significativo era que aquel sistema teorizado por un grupo de intelectuales comunistas haya durado 73 años, con sus variantes y sus purgas internas, en las que las disensiones y las disidencias han sido sojuzgadas con el ejercicio del terror y el extermino del adversario ideológico como en los peores tiempos del zarismo. La Checka y la Ojrana zarista eran las respectivas policías secretas y se encargaron respectivamente de aplicar la represión con notable eficacia.
Pero a la vez es cierto que el imaginario de la Revolución Rusa cristalizó en un movimiento a la izquierda de la socialdemocracia de la Segunda Internacional, herida gravísimamente por el apoyo de una parte de los socialistas europeos a la Primera Guerra Mundial frente al internacionalismo obrero, y se convirtió en una bandera simbólica universal que ha tenido un gran predicamento a lo largo del siglo XX como un ideal de la redención humana, presentando al socialismo como una etapa en la que sería factible construir "la patria de la humanidad", como reza la letra de La Internacional. Aquel año de 1917 consumó la histórica fractura en la familia de la izquierda entre quienes aceptaban la democracia y los que decidieron combatirla. Fue en noviembre de 1917 cuando Trotsky bautizaba a los nuevos ministros como 'comisarios del pueblo' para huir de la nomenclatura burguesa, las milicias construían la Guardia Roja y Lenin pedía echar "a los mencheviques traidores al basurero de la historia". La cruel Guerra Civil en Rusia estaba servida en bandeja.
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