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En el pasado, personas de gran inteligencia y probada sensibilidad hicieron elogio de la guerra como 'ley natural' y hasta 'divina', «única higiene del mundo», « ... condición necesaria para el progreso» o «estímulo que impide a una nación dormirse en la mediocridad satisfecha». Se afirmaba que su desaparición supondría para la civilización moderna «una calamidad más grande de lo que fueron las hambrunas y las pestes de la Edad Media». En suma, que sin guerras la humanidad entraría en decadencia.
Hoy, ideas de este tenor nos resultan aberrantes, propias de gente bárbara o de psicópatas. Es que la guerra carece del prestigio que tuvo en tiempos pretéritos y más violentos que los actuales. En vez de imágenes de hombres armados y combativos marchando a paso alegre hacia el matadero, tan comunes a todo lo largo del siglo XX, ahora son más habituales las de celebraciones festivas por el cese de hostilidades, como estos días en Cachemira o en el Kurdistán (y ojalá que pronto en Ucrania). Los objetores de conciencia se multiplican y hasta la Rusia putiniana, que ha hecho de la guerra blasón de la identidad nacional, ha de recurrir por falta de reclutas a su amigo Kim Jong-un para que le provea de carne de cañón coreana (imitando así a su abuelo, Kim Il-sung, al que Stalin envidiaba porque, decía, «en la guerra no tiene nada que perder... solo a sus hombres»).
Por todas partes se manifiesta un deseo de paz. Puestas así las cosas, parecería predecible que el recurso armado se fuera extinguiendo, pero tal extremo es desgraciadamente improbable mientras siga sirviendo de colosal instrumento de conquista, de codicia y de poder en manos de los insaciables señores de la guerra a quienes el irenismo de sus pueblos no les detendrá: buscarán su silencio cómplice, se justificarán en agravios nacionales, hablarán del derecho a la autodefensa frente al 'terrorismo', y procurarán que los muertos los pongan otros. Lo de siempre, vamos.
Entretanto, la guerra se va transformando: los soldados de carne y de conciencia son reemplazados por otros de chapa y chips con algoritmos en lugar de razón y de corazón (en los drones tenemos ya una primicia), y por ello mucho más eficientes para el exterminio de seres humanos y la destrucción de hábitats de vida.
De tal manera que renunciar a nuestra defensa, como propugna el pacifismo primario, equivale a ofrecer el cuello al degüello. La utopía kantiana de una 'paz perpetua' no pasa de metáfora de la más realista aspiración a una 'tregua perpetua'.
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