En mayo del 68, sobre una fachada parisina alguien escribió: «Dios ha muerto». Firmado «Nietzsche». Justo debajo, otra mano anónima añadió: «Nietzsche ha muerto». Con ... la rúbrica «Dios». La broma es ilustrativa de cómo el filósofo de los grandes mostachos ha cargado con la paternidad del eslogan más rotundo del ateísmo militante y lugar común del pensamiento posmoderno. Sin embargo, con demasiada frecuencia ha sido erróneamente interpretado.
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La expresión locutiva 'muerte de Dios', que acalambra a unos e indigna a otros que la juzgan blasfema, aparece con el grecorromano Plutarco («El gran Pan ha muerto»), es retomada por la teología protestante de Lutero («Cristo ha muerto. Cristo es Dios. Por eso Dios ha muerto»), y atraviesa la filosofía de Hegel. Pese a estos antecedentes, cuando Nietzsche la puso en boca de su Zaratustra tuvo un efecto explosivo en el universo espiritual burgués de la Europa de finales del XIX. Pues no se trataba tan solo del mentís a un Ser Supremo que nos mira y juzga, de improbable existencia, sino de la provocativa constatación del derrumbe de toda la cosmovisión creada por la tradición cristiana, por más que se fingiera que seguía viva.
Arrancando la venda de los ojos, su diagnóstico sacudía las conciencias y enterraba las ficciones: el cielo estaba vacío y el mundo ya no era divino, razonable, moral, regular ni armonioso. Quiere esto decir que la cuestión más que teológica era ontológica, pues señalaba directamente la dificultad de afirmar el lugar del hombre en una realidad nuda de la trascendencia sobre la cual se edificó y sostuvo la civilización occidental.
Enfrentada a lo que con total precisión puede definirse como una tragedia, la modernidad se orientará a la búsqueda de divinidades de sustitución (humanismo, naturalismo, misticismos, cientifismo, utopías políticas, economicismo...). Pero será en balde: nada podrá ocupar el lugar del Absoluto. Y menos que nadie el propio ser humano, ya que «si no existe Dios, tampoco el hombre» (Berdiáiev). Cristaliza así la idea de una 'muerte del hombre' como consecuencia lógica de la anterior.
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«Dios ha muerto, Marx ha muerto, y yo tampoco me siento muy bien»: humorísticamente resumió Woody Allen el malestar de una existencia sin creencias. Pero no por ello sin valores. Porque la 'muerte de Dios' no aboca al relativismo, como piensan los bardos de la posmodernidad, sino que nos emplaza a decidir sobre qué fundamentos éticos construimos y sustentamos nuestra breve vida para su plena realización.
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