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«No utilizo la cámara como un arma», repetía Sebastião Salgado, la mirada más comprometida, compasiva y luminosa de la fotografía del último medio siglo, que se apagó para siempre este viernes. Nacido en Aimorés, en el estado brasileño de Minas Gerais, hace 81 años, era el fotógrafo más brillante y respetado de su generación. Una suerte de Pepito Grillo de Occidente, una «conciencia de guardia» para el mundo rico, que no cejó en su labor en favor de los desheredados y de defender también con su cámara los paisajes más bellos y amenazados del planeta.
Una leucemia, diagnosticada tras la malaria que el fotógrafo contrajo en 2010 en Indonesia cuando recorría el mundo para su proyecto Génesis, habría sido la causa del fallecimiento, según indicó su familia, sin precisar dónde se produjo. «Durante más de cinco décadas, junto a su pareja Lélia Wanick Salgado, creó una obra fotográfica inigualable. Rica en contenido humano, ofrece una perspectiva sensible sobre las poblaciones más desfavorecidas, con una perspectiva sobre los problemas medioambientales que amenazan nuestro planeta», señaló la familia en un comunicado.
Dedicado a la fotografía desde los 29 años, tras trabajar para las agencias Sygma y Gamma, en 1979 se incorporó a Magnum Photos, donde permaneció hasta 1994. Ese año creó, junto con su esposa Lélia Wanick, Amazonas Images, una agencia dedicada exclusivamente a su legendaria obra.
«El lenguaje más universal es el de la imagen. No necesita ser traducido y tiene un potencial enorme del que solo conocemos su umbral», repetía el maestro brasileño, que había dejado la economía por la fotografía para firmar series memorables, siempre en blanco y negro, como Otras Américas, Trabajadores, Éxodos, Génesis o la reciente Amazonía. Con su último gran proyecto alertó al mundo sobre la extrema fragilidad y los abusos contra el tesoro verde del planeta.
Era Salgado un hombre bondadoso que pasó más de medio siglo mirando el mundo a través del objetivo de su Leica y que itía: «sentí vergüenza muchas veces de ser un ser humano». «No creo que mis fotografías vayan a cambiar el mundo, pero mi intención es que ayuden a comprenderlo», aseguraba, empeñado en mostrar «la megadiversidad» de la Tierra y hacernos comprender que «hemos destruido ya un 56 % de nuestro planeta, algo de lo que la mayoría de la gente no es consciente».
Conoció de cerca la guerra y las miserias del mundo. Su retina se alió con su cerebro para ver más allá de lo que vemos el común de los mortales. Fotograma a fotograma se fraguó el mejor de todos los «cazadores de instantes» de su tiempo. Sus imágenes, tan impactantes como enternecedoras, sencillas y directas, apelan a la conciencia. Un trabajo comprometido del que el espectador nunca sale indemne.
Afirmaba que lo suyo no era arte. «Son documentos con los que quiero, ante todo, provocar el debate», decía el temprano retratista de los refugiados, de los movimientos migratorios de masas, de los millones de desheredados que huyen de la necesidad y la miseria en los cinco continentes. Quería actuar como «un espejo» para la minoría rica, ese 15 % de la humanidad que se mueve en el bienestar y el desarrollo económico, y que por lo común elude mirar hacia ese 85 % que no dispone de casi nada.
Premio Príncipe de Asturias 1998 y dueño de un apabullante palmarés, se pasó casi siete años recorriendo más de 40 países de los cinco continentes, compartiendo dificultades y avatares con los miles y miles de seres humanos forzados por la guerra, la explotación o la miseria al desarraigo, la marginación y la migración. Con afganos, kurdos, bosnios, kosovares, ruandeses, serbios, palestinos, se instaló en campos de refugio o recorrió el camino que conduce de la nada a las inmensas villas miseria que rodean todos los grandes núcleos urbanos del mundo pobre.
«Todas esas miserias forman parte de la condición humana y la única manera de evitarlas en el futuro es mostrarlas y discutirlas de manera honesta», proponía el autor de Éxodos, «una radiografía del 85 % del planeta que se quedó en el pasado» y continuación natural de su monumental empeño anterior, Trabajadores.
Viajó a los rincones más desolados del globo, pero también a los más bellos, en su empeño de hacernos comprender «que los humanos somos naturaleza» y que «debemos comprender la diversidad de nuestro planeta para salvarlo». «Los indígenas brasileños nunca han estado tan amenazados, pero tampoco tan organizados», decía al presentar en São Paulo la exposición Amazonía en 2022. En la Amazonía fundó, con su esposa, el Instituto Terra, una hacienda de 710 hectáreas en la que Salgado y Wanick recuperaron más de 297 especies de árboles y acogieron a diversos animales. Hoy en día, el Instituto Terra es un foco permanente de difusión por la conservación del planeta.
Fiel a un concepto y unos principios fotográficos acuñados el siglo pasado por su irado Henri Cartier-Bresson, dio muy tarde el salto a la fotografía digital y apenas tocó el color. Trabajó con la película química en blanco y negro, con esos carretes de algo más de treinta tomas que ya son casi historia. Enemigo del flash, fiel a sus Leicas y Canon, alternó el formato de 35 milímetros con formatos medios.
Ofrecía con sus imágenes su verdad, un granito de arena «frente a la manipulación colosal a la que se somete a una opinión pública que se está acostumbrando a aceptar mentiras y medias verdades como verdaderas», afirmó mucho antes de las mentiras de la inteligencia artificial.
Para Salgado, tan importantes como sus imágenes son los textos escritos por el propio fotógrafo con ayuda de su esposa y agente, Lélia Wanick, para difundir las experiencias que vivían. Además del testimonio nítido que sus imágenes constituyen, dejó traslucir en sus textos sus sentimientos e inquietudes.
Su obra se ha exhibido en los grandes museos y certámenes fotográficos de todo el mundo, como PhotoEspaña. Miembro honorífico de la Academia Americana de las Artes y las Ciencias y comendador de la Orden de Río Branco, era doctor honoris causa por la Universidad de Évora (Portugal), la New School University (Nueva York), el Art Institute of Boston y la Universidad de Nottingham (Reino Unido). Entre sus reconocimientos, el Eugene Smith de Fotografía Humanitaria (1982) y el Premio Internacional de la Fundación Hasselblad (1989). En 2001 fue nombrado embajador especial de UNICEF.
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