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Puede que hoy en día las anclas no tengan demasiada relevancia, pero en el siglo XVIII, cuando se navegaba a vela, eran piezas decisivas en el diseño y configuración de cualquier buque de cierta envergadura. Eso explica que los mejores fabricantes de la época, los llamados maestros ancoreros, fuesen figuras tan demandadas como lo puede ser ahora un gurú de las nuevas tecnologías. Juan Fermín Guilisasti (San Sebastián, 1705) llegó a ser el mejor maestro ancorero de su tiempo gracias en buena medida a las técnicas que aprendió en Países Bajos, entonces a la vanguardia en la fabricación de anclas de gran tamaño. Enviado a territorio holandés por la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, el donostiarra fue descubierto y tuvo que abandonar precipitadamente el país ante el temor a ser capturado y procesado por espionaje.
Guilisasti pertenecía a una saga de ferrones y fabricantes de anclas establecida en las orillas del río Oria. Heredero de una tradición ancorera que se remontaba siglos atrás, el donostiarra estaba al frente de una de las muchas ferrerías que abastecían de anclas a embarcaciones del entorno de San Sebastián y que exportaban parte de su producción a Francia e Inglaterra. A mediados del siglo XVII, sin embargo, el tamaño de los barcos, sobre todo los de la Armada, empezó a variar. La evolución de la artillería naval, con cañones cada vez más grandes y pesados, hizo que los buques de guerra experimentasen un significativo aumento de tonelaje y exigiesen anclas cada vez más grandes. Dado que las técnicas que venían empleando las ferrerías guipuzcoanas no les permitían fabricar piezas de tanta envergadura, los constructores de barcos se vieron obligados a recurrir a fabricantes extranjeros.
Guilisasti no tardó en darse cuenta del signo de los nuevos tiempos y ensayó en su ferrería de Arrazubia nuevas técnicas para fabricar anclas de mayor tamaño. Su reconocida destreza siderúrgica, sin embargo, no bastaba para solucionar el problema que entrañaba la soldadura de piezas cada vez más grandes demandadas por la industria naval. En 1728 veía la luz la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, una sociedad que monopolizó el comercio entre Venezuela y la península. La compañía, que tenía sus propios astilleros en Pasaia, necesitaba buques de gran tonelaje para compatibilizar el transporte de mercancías con la capacidad de repeler agresiones mediante una potente artillería.
A la nueva sociedad le interesaba concentrar en Gipuzkoa todos los procesos de fabricación de sus naves, así que envió a Guilisasti a los Países Bajos a espiar y aprender los sistemas más avanzados en la manufactura de anclas de gran tamaño. Las ferrerías holandesas habían perfeccionado las técnicas de soldadura de bloques de hierro de gran tamaño, lo que les permitía poner en el mercado las anclas que demandaban los nuevos navíos. Guilisasti visitó de incógnito varias factorías neerlandesas entre 1730 y 1731 y se empapó de sus técnicas hasta que fue descubierto y tuvo que abandonar el país «porque corría riesgo su vida». No se conserva por desgracia un testimonio personal de las peripecias del donostiarra en territorio holandés, de forma que hay que recurrir a terceros para intentar reconstruirlas.
Juan Antonio Enríquez, ministro de Marina en San Sebastián, dejaría constancia en un escrito de 1787 que Guilisasti fue el primer ancorero que se atrevió en España a fabricar anclas grandes en su factoría de Arrazubia. «Para ello estubo ocultamente en Olanda aprendiendo el mecanismo de esta fábrica, y sin concluirlo, tubo que escapar, quando se penetró de su designio, porque corría riesgo su vida». Bernabé Antonio de Egaña, secretario de Juntas y Diputaciones de Gipuzkoa, alabaría en otro documento de la época la «intrepidez» de Guilisasti, que «supo quitar a los Olandeses tan lucrosa industria, y traslasdar a España un establecimiento tan útil».
La factoría de Arrazubia entró en ebullición en cuanto su titular regresó a casa tras la abrupta interrupción de su misión de espionaje. La incorporación de las técnicas que se aplicaban en Holanda al proceso de fabricación tradicional se saldó con resultados más que satisfactorios: nunca hasta entonces se habían fabricado anclas de semejante tamaño en territorio nacional. «En poco tiempo -apunta la historiadora errenteriarra Lourdes Odriozola-, las anclas fabricadas por Guilisasti fueron famosas por toda la península por la calidad y perfección que habían alcanzado tanto en su forma como en sus dimensiones. Guilisasti -añade- se convirtió en el maestro ancorero más importante del país y los ministros del Estado enseguida se interesaron por él».
El rey Felipe V se había embarcado por entonces en un ambicioso proyecto de renovación de la flota española. «Fue una época en la que todas las potencias europeas hicieron una fuerte apuesta por reforzar sus armadas porque la hegemonía mundial se disputaba en los mares», indica Odriozola. Siguiendo las pautas marcadas por Francia para evitar la dependencia del exterior, el Gobierno trazó un plan para que los nuevos navíos se construyesen íntegramente con elementos fabricados por la industria nacional. Eso convirtió a Guilisasti en una pieza estratégica y la corona no escatimó medios para hacerse con sus servicios.
La primera tentativa de fichaje tuvo lugar hacia 1747, cuando el rey Fernando VI propone levantar una real fábrica de armas en Arrazubia aprovechando las instalaciones del propio Guilisasti. El monarca quería que el ancorero donostiarra trabajase en exclusiva para la Armada, algo que al parecer no satisfacía sus expectativas. «Guilisasti ya había hecho trabajos para la corona y lo más probable es que la idea no le hiciese mucha gracia porque la experiencia le había enseñado que pocas veces cumplía lo que prometía», apunta la historiadora Odriozola.
El rey lo volvió a intentar dos años más tarde con un plan aún más ambicioso: la construcción en Errenteria de un complejo industrial de nueva planta para la fabricación de anclas que estaría dirigido por Guilisasti. Se adquirieron los terrenos de una antigua ferrería llamada Olalde, se levantaron los edificios e incluso se intentó alcanzar un acuerdo con los municipios del entorno para el abastecimiento de leña y carbón de leña para alimentar la fundición. A pesar de la significativa inversión llevada a cabo, la real fábrica de anclas de Errenteria nunca llegó a ver la luz. Intereses políticos hicieron que el proyecto se trasladase finalmente a Hernani, donde funcionó entre 1750 y 1759 con resultados menos satisfactorios de lo esperado.
A la historiadora Odriozola le llama la atención la resistencia de Guilisasti a los cantos de sirena de la corona. «Debió ser un personaje singular, un hombre con mucha personalidad, porque había que ser valiente para oponerse entonces a una decisión que venía nada menos que del rey. Se negó a trabajar en exclusividad para la corona, nunca se quiso atar a pesar del prestigio y la proyección social que aquello le podía haber proporcionado». Aunque ejerció de maestro ancorero en el complejo de Hernani, Guilisasti siguió fabricando sus propias anclas hasta el final de sus días en su factoría de Arrazubia.
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