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El escándalo de la prisión de Brieva (Ávila), donde se investiga a dos trabajadores por proporcionar móviles y otros favores a cambio de sexo a ... Ana Julia Quezada, la asesina del pequeño Gabriel (Níjar, 2018), ha puesto en entredicho la seguridad en las cárceles españolas, sobre las que orbita una idea: todo se compra y todo se vende. Sólo hace falta fijar el precio y estar dispuesto a pagarlo.
En España hay 80 establecimientos que dependen de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, que abarcan todo el territorio nacional, salvo los ubicados en Cataluña y el País Vasco. En total, son 65 cárceles, dos hospitales psiquiátricos penitenciarios y 13 centros de inserción social en los que trabajan 25.434 empleados.
Las prisiones vienen a ser un pueblo donde conviven personas privadas de libertad (un millar de media, aunque las cárceles andaluzas están más saturadas), sometidas a unas reglas muy concretas, y los profesionales que se encargan de vigilarlas y trabajar en su reinserción (unos 500). Hay un director, que es lo más parecido a un alcalde, un comedor-restaurante y hasta un mini-supermercado que se llama economato. También biblioteca, pistas deportivas y talleres donde aprender un oficio.
La cartilla del banco de los presos se llama peculio. Es una cuenta que nadie controla -ni siquiera Hacienda- donde pueden recibir, sin límite, dinero del exterior. Eso sí, no pueden gastar más de 100 euros a la semana en el economato. Entonces, ¿para qué lo quieren? Funciona un servicio que se llama demandadero mediante el cual los reclusos pueden comprar todo lo que quieran del exterior, como si se tratara de un pedido a domicilio, siempre que no se trate de artículos prohibidos por el reglamento penitenciario. Lo que no hayan gastado del peculio, se les entrega a su salida. «Hay quien sale con 50 o 60.000 euros en efectivo», asegura un funcionario.
Las llamadas telefónicas están limitadas a 25 semanales, incluidas las videollamadas, que pueden distribuir como consideren en esos siete días. Pero eso es sólo sobre el papel. Porque en las cárceles hay móviles. Muchos. «Si en los ochenta lo que más nos preocupaba era el tráfico de drogas, ahora es el de teléfonos», confiesa Joaquín Leyva, portavoz del sindicato Acaip-UGT. En 2024, según Instituciones Penitenciarias, se incautaron de 2.650 terminales en las prisiones españolas. Y eso es sólo lo que se ha encontrado.
Los terminales que más abundan son los minimóviles, del tamaño de un dedo de la mano. Su éxito radica precisamente en sus reducidas dimensiones, que facilitan la tarea de introducirlos sin ser detectados. En el argot carcelario se les llama 'piticlín' y su precio puede rondar los 1.000 euros. «Un smartphone de tamaño convencional puede irse a 4.000 o 6.000 euros», dice Manuel Galisteo, presidente del sindicato penitenciario Tu Abandono Me Puede Matar (TAMPM). «Imagina esos precios para las mafias. Es un coste más que asumible para alguien que quiere seguir controlando su negocio desde prisión».
2.650 móviles
se incautaron en las prisiones españolas en 2024. Son sólo los que se hallaron.
Los representantes sindicales se lamentan del daño para la imagen del colectivo que supone el caso de Brieva, donde un funcionario y un cocinero están siendo investigados para determinar cómo dispuso Ana Julia Quezada de teléfonos estando entre rejas. Y ambos recalcan lo insólito de la situación. «En las cárceles entran muchísimas personas al cabo del día, desde ONG, trabajadores sociales, proveedores, empleados de mantenimiento y, obviamente, funcionarios. Y la inmensa mayoría son honrados», coinciden.
Los métodos para introducir los teléfonos en prisión han evolucionado en los últimos años. Los minimóviles empezaron entrando en las cárceles ocultos en pelotas de tenis o pequeños balones de fútbol; bastaba con tener a alguien fuera con un buen brazo y una raqueta en el perímetro para sortear el muro y colocar el encargo en el interior del centro. También se han detectado camuflados dentro de objetos cuya entrada sí está autorizada, como por ejemplo un ventilador.
Pero la verdadera vía de entrada, a la que aún no se ha puesto coto, es la de los drones. Los centros penitenciarios están ubicados en zonas alejadas de los cascos urbanos y, por tanto, no se encuentran en zonas de exclusión aérea. Según Galisteo, los drones operan como un auténtico servicio a domicilio, una suerte de 'delivery' delincuencial con el que un recluso puede tener a su alcance cualquier objeto que desee. «Pueden pilotarlos por control remoto hasta la ventana de la celda del interno que ha hecho el encargo», explica el presidente de TAMPM.
«Llevan un hilo de pescar del que cuelga el pedido, de modo que el recluso sólo tiene que cortarlo cuando el dron llega hasta su ventanuco, aunque los más modernos ya tienen hasta pinzas», apostilla. El problema es que son muy difíciles de detectar. «Por la noche pueden dar más el cante, pero durante el día es casi imposible percatarse. No usan luces y el sonido de las hélices resulta imperceptible con el ruido del patio y de la propia vida del centro penitenciario. Cuando nos damos cuenta ya se están alejando», señala el presidente de Acaip-UGT.
Para los representantes sindicales, los drones son una grave amenaza para la seguridad de las prisiones. «Un dron de 250 gramos puede transportar un objeto del mismo peso. Es muy serio», añade Leyva, que reclama inhibidores de frecuencia en el perímetro y que los centros sean declarados zonas de exclusión.
La preocupación no son los móviles. El verdadero peligro es que pueda entrar un arma, algo que aún no ha ocurrido porque, creen, los propios reclusos «se chivarían» de inmediato por su propia seguridad. Por ahora, se siguen detectando los clásicos pinchos carcelarios, que se dividen en cortantes (fabricados, por ejemplo, con cepillos de dientes y una cuchilla) o punzantes, que se hacen con cualquier objeto metálico que esté a su alcance. «MacGyver (1985) es un aficionado al lado de esta gente», cuenta el presidente de TAMPM, que intervino una gavilla de hierro muy afilada de casi 30 centímetros. «Era casi una espada».
Otro de los métodos clásicos es la introducción de estos teléfonos en cavidades corporales. «Te sorprendería la capacidad del ser humano», bromea Galisteo. «He visto llevar un smartphone escondido en el ano». Aquí impera el lenguaje de la coacción: los internos que disponen de permisos suelen ser amedrentados por otros presos para que, a su regreso, vuelvan con un alijo de droga o un móvil dentro del cuerpo. El presidente de TAMP agrega: «Un 65-70% de la población reclusa entra y sale sin dar problemas. Pero hay un 30-35% extremadamente peligrosos e inadaptados, y que hacen complicadísima la convivencia en las cárceles».
Cuando el metal está oculto a más de dos milímetros bajo la piel, es casi indetectable para el escáner, que está configurado a baja sensibilidad. «Es un fino equilibrio», interviene Leyva. «Tienes que calibrarlo de modo que, por ejemplo, no salte con un sujetador de aros. Se nos echarían encima tanto las internas como las visitas». De ahí el éxito de los minimóviles, que llevan una cantidad ínfima de piezas metálicas y pueden pasar desapercibidos.
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«Trabajamos con gente acostumbrada a manipular, coaccionar o amenazar», describe el presidente de TAMPM, que se queja del aumento de la conflictividad y la violencia hacia los funcionarios y entre los propios internos. «Impera la ley del más fuerte, y cada día tienen más impunidad por la política de buenismo del Gobierno respecto a las prisiones. ¿Que si tengo más miedo que antes? Rotundamente, sí. Hemos batido el récord por segundo año consecutivo de ataques a trabajadores». En 2024, 508 funcionarios fueron agredidos -sólo se computan los que sufrieron lesiones visibles y precisaron asistencia sanitaria- en las cárceles españolas. Uno cada 16 horas.
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