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Letal, agresivo y cruel de principio a fin, el coronavirus deja ya una ola de dolor demasiado extensa. Un reguero de fallecidos y familias rotas ... que han tenido que aprender a despedirse sin ese último adiós. Después de dinamitar la vida tal y como la conocíamos, el coronavirus también acabó con los ritos de despedida de nuestros seres queridos. En la primera ola, dejaron de celebrarse velatorios, entierros y funerales y miles de familiares se quedaron sin poder digerir la muerte de sus allegados. Muchos de ellos se fueron solos. En esta segunda ola, el virus sigue sin dar tregua y continúa segando vidas.
Trinidad Iglesias e Ignacio López eran como madre e hijo aunque les uniera el parentesco de tía y sobrino. «Nos queríamos muchísimo, estuve cuidando de ella durante seis años, cuando se le murió el marido y dos hijos, hasta que le dieron varios ictus y le tuve que meter en una residencia hace año y medio. Entonces llegó el coronavirus, se restringieron las visitas, empezaron a aparecer los contagios y al poco falleció de Covid», resume de un plumazo este beasaindarra, queriendo pasar de largo por un episodio tan amargo. La herida aún duele. «Se le echa mucho de menos. A los siguientes meses de fallecer, seguía cogiendo la carretera dirección a la residencia para ir a visitarle, cuando en la mitad del camino me acordaba de que ella ya no estaba. Me decía, 'pero a dónde voy, qué hago...'», relata. No poderse despedir de ella es quizá lo que más le pesa.
«Me llamaron la noche del 23 de abril para notificarme que había fallecido. Días antes le trasladaron desde la residencia de Ordizia donde residía al centro de la Cruz Roja de Donostia y pensé: 'se la han llevado ahí para morir'. Los sanitarios me decían que todo iba bien pero en las videollamadas casi no hablaba, le notaba muy rara hasta que un día me llamó el médico para avisarme que tenía todo el pecho cogido. A las once y media de la noche falleció», cuenta Ignacio. Nada más conocer la noticia, la primera reacción fue coger las llaves del coche para acercarse lo más rápido posible a Donostia y poder dar el último adiós a su tía pero «me dijeron que no podía y eso fue lo que más me dolió. Les dije que hasta pagaba yo el traje (EPI) pero no me dejaron ni verla ni nada. Nada», repite con rabia. «Fue de Donostia al crematorio y al día siguiente, las cenizas. Todo rapidísimo». El adiós más fugaz.
Este hombre entiende que existan protocolos sanitarios para controlar los contagios pero le sigue pareciendo «muy duro que uno no se pueda despedir. Yo aunque la vea muerta me quedo mejor. Me habría gustado acompañarle en esos momentos». De ella guarda el recuerdo de sus besos, de esa «piel tan suave y fina» que escondía su avanzada edad; lo «alegre, cariñosa y agradecida que era. También le gustaba prepararse mucho, era muy coqueta. Cuando estaba a mi cuidado, le compraba ropa muy a menudo porque sabía que le encantaba», afirma López que asegura haberle dado «la vida» esos últimos años que estuvo cuidándola. «Mi tía no tuvo una vida fácil. Se le murió un hijo de leucemia, después el marido tuvo cáncer de garganta y no lo superó y a los años, al otro hijo le dio un ataque en casa y murió. Intenté darle todo lo mejor».
A pesar de sus 87 años, Trinidad disfutaba de una «buena salud. Hombre, tenía una edad pero estoy convencido de que si no llega pillar el coronavirus habría aguantado más. También creo que si me llegan a dejar ir a verla cuando estuvo ingresada en el centro de la Cruz Roja habría dado la vuelta. Siempre que la visitaba intentaba que no pensara en cosas tristes, ni en pandemias ni rollos. Es curioso, pero era verme a mí y levantar», recuerda. Este vecino de Beasain se ha quitado la espina clavada al cumplir con la última voluntad de su tía: echar las cenizas al mar.
Las personas mayores han sido «los grandes olvidados» de esta pandemia, afirma Mónica Merino, auxiliar de la residencia San Andrés de Eibar. A ella le ha tocado acompañar a algunos ancianos en su último aliento y reconoce que han sido de los momentos «más duros». «La primera ola fue muy triste. Me dio mucha pena ver cómo se les aislaba en las habitaciones, sin poder ver a sus familiares, además a nosotras ni nos reconocían con los EPIs, les parecíamos extraterrestres. Lamentablemente se fueron unos cuantos -11 residentes de 34 positivos-», explica esta mujer, «aún con el miedo» a que vuelva el virus de la forma tan despiadada en la que entró en las residencias. A día de hoy el Covid se ha llevado por delante a 201 s. Esta auxiliar recuerda en especial «a un matrimonio que conocía, llevaban 60 años juntos; él murió de coronavirus y ella se fue apagando y también falleció al poco, creo que murió de pena».
Así es este virus, que amedrenta y mata. «Nosotras hemos intentado que estuvieran lo más felices posibles y lo hemos dado todo, porque son como parte de nuestra familia y se les coge muchísimo cariño. Bailábamos y cantábamos mucho, la canción que más sonó esos días fue la de Cielito lindo», relata Merino, que cree que «no solo la medicina cura, también el amor».
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