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Todo viaje necesita su umbral, su sombra inicial, para que, al final, la luz brille con más sentido. En las noches de Miramar, Mikel Izal ... hizo ayer del 'Palacio' su paraíso particular, construyendo un relato tejido con las canciones de 'El miedo y el paraíso', su primer disco en solitario. Entrelazó nuevos temas con piezas rescatadas de su trayectoria anterior y que encuentra en esta gira —y en noches como la de ayer— el contexto perfecto para cobrar todo su sentido.
Estructurado en cuatro actos, el concierto propuso un itinerario narrativo, emocional como conceptual, casi una dramaturgia de la intimidad, que reflejaba con claridad los estados de ánimo que han marcado su trayectoria reciente.
Al frente con guitarra y voz, estuvo arropado por una banda especialmente sólida compuesta por Marta Bautista al bajo, Ben Wirjo a la batería, Javi Rubio entre sintetizadores y guitarras, Irene Novoa en los teclados y Toni Carrillo a la guitarra. Juntos dieron forma a un sonido compacto, matizado, que sostuvo cada momento con la intensidad justa.
El viaje transcurrió desde el miedo hasta la luz, pasando por todas las grietas intermedias. Acto a acto, herida a herida, con el propósito de «mejorar, apartar el miedo y ser conscientes del privilegio de estar en un lugar seguro».
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La noche comenzó en rojo. El primer acto, 'El miedo'. Detrás, llegaron las introvertidas 'La gula', 'La increíble historia' o 'Pánico práctico', que 'tensó' el aire, como llamamiento para desafiar el inmovilismo. Y la 'Despedida' fue eso: un escalón que cruzar, liberaba.
El segundo acto, 'El Grito', cambió de golpe la temperatura y el ambiente. Todo pasó al azul y estalló en una explosión de energía con canciones como 'NIT', 'La huida', 'Pausa', 'La rabia' y 'El pozo', que puso nombre al barro emocional que muchos prefieren no pisar. Surgió un Izal dinámico, con recordings reproducidas en escena —mensajes positivos recibidos en su teléfono—, como un homenaje a una persona cercana, que condujo al público por una auténtica montaña rusa emocional.
La interacción fue orgánica y corearlas se volvió inevitable. En 'La fe', tercer acto, que deja huella al escucharla, el foco se cerró. Literalmente. El grupo se replegó hacia el centro con el 'El hombre del futuro' e 'Inercia' y 'Pequeña gran revolución' que llevó al 'Baile' en verde.
A las puertas de 'El Paraíso', el cuarto, cerró el viaje. El setlist evolucionó sin reservas y el público no dudó en atravesar esa última puerta naranja bailando como si al menos por una noche estuviera justo ahí.
Se pudieron escuchar otras voces singulares como la del hispanouruguayo Leo Rizzi en el escenario La Concha con su característico timbre, suave y afilado, su álbum autobiográfico y de autoficción 'Pájaro Azul', que sobrevoló la bahía, mientras el público aguardaba a la espera el momento en que sonara 'Amapolas'. Un directo entregado, sin prisas, al instante que invitó a disfrutar esta última junto a 'Zeppelin', como un auténtico 'atraco': manos arriba, «sentados o de pie».
Rita Payés propuso algo distinto. Ataviada con su trombón en la intro —casi como una extensión de su propia voz— presentó su último disco, 'De camino al camino': un cruce sutil entre el jazz, la bossa nova y la canción mediterránea, que parecía surgir espontáneamente del aire. Voz y trombón, dignos de ser escuchados sin filtros, llegaron arropados entre la lluvia por una formación, como mínimo, original: guitarra clásica de Elisabeth Roma, Pol Batlle en la guitarra y la voz, el contrabajo de Horacio Fumero, la batería de Juan Rodríguez Berbín, y cuarteto de cuerda Paula Sanz y Marina Arrufat en los violines, Nina Sunyer en la viola e Irma Bau en el violonchelo.
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