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Mira que te lo dije. Que no se puede llevar marcas, ni bicis que canten mucho, que parezcan lujosas... Pero no. Ni el tío ni ... tú podíais hacerme caso, empeñados en esa monada que, al final, ¿cuánto me ha durado? Tres horas. He salido del gimnasio y ya no estaba. ¿Cuánto costó? Mira, en serio, es que no lo quiero ni saber. Eso sí, con lo bonita que era. Pero en esta ciudad lo que desaparece nunca vuelve. No sé para qué se ponen las denuncias».
Él es joven, está enfadado, no le gustan ni los coches ni las motos y tiene un estricto sentido de la ciudadanía que podría parecer incluso anticuado. Agota su disgusto por el paseo de Francia y se encuentra con una mujer que, provista de una bolsa de plástico, rastrea entre los esquejes plantados en los parterres. Está claro que va a decorar su balcón con pendientes de la reina, que es una artista en eso de retirar plantas de los jardines públicos y que va a recibir una reprimenda solemne. Será la única, porque quien pasa por este emblemático lugar está ya acostumbrado a que desaparezcan las bicis, a que flores y bulbos acaben en balcones particulares, a que hasta los patinetes de los más pequeños se queden en una esquina en la que no vuelven a aparecer. «Perdone, pero... ¿usted se ha llevado mi bici?».
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