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Levanto la cabeza, fijo la mirada en una nube y me sorprende, como una primera vez, la velocidad con que se mueve, cómo cruza la ... atmósfera, suspendida, sin aparente esfuerzo. Concentro mi atención en la armonía sutil con que dibuja y difumina su contorno, en cómo brilla un segundo antes de esfumarse como un sueño. Trato de entender cómo esa masa etérea es capaz de desplazar miles de toneladas de agua en forma de gotitas suspendidas. No lo consigo y, en cierto modo, me reconforta.
Recuerdo, de niño, pegado a la ventanilla trasera del coche, observar las nubes intentando averiguar si se podrían atravesar. Algunos años después, desde otra ventanilla, comprobé cómo el avión en el que ascendía cruzaba, de lado a lado, un cúmulo blanco, aparentemente macizo, y comprendí que las nubes eran el último territorio que queda por conquistar. Un limbo fugaz entre el cielo y la tierra, ambiguo, inasible, inapresable.
Antes miraba más hacia arriba. Y a los costados. Y a los ojos. Poco a poco comencé a bajar la cabeza, me acostumbré a sentir molestias en el cuello. Un día que no recuerdo Ana me devolvió la curiosidad por observar las nubes. Verlas como vienen y van sin pedir permiso. Localizar su sombra en la ladera. Jugar a descifrar los misterios que traslucen. irar cómo hacen sangrar el horizonte al despedir el día. No aspiro a mucho más. Vivir unos días en las nubes –patria fugaz de mentes calenturientas– sin los pies en la tierra, sin la mirada presa en una pantalla.
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