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«Tenía rituales en los que todo tenía que ser par. En otros el número cuatro estaba prohibido. No podía irme a dormir si el ... reloj marcaba las 10.04, porque significaba suspenso. Esperaba al 10.05, que era aprobado. Era un ritual sin sentido, pero imprescindible». Así recuerda Ibon Urbina, donostiarra de 25 años, los primeros síntomas del trastorno obsesivo compulsivo (TOC) que le acompaña desde la infancia.
Como él, cientos de personas acudieron ayer a una Lugaritz Kultur Etxea que se quedó pequeña para acoger la charla organizada por la asociación Agifes, en la que el exfutbolista y monologuista Zuhaitz Gurrutxaga, afectado desde hace dos décadas también por TOC, puso palabras al sufrimiento de muchos y describió cómo su cerebro puede disparar una respuesta de pánico ante un gesto tan cotidiano como tocar un vaso que haya podido tocar alguien antes. «Es como si viera un león. Para mí, el peligro no es real, pero el cuerpo reacciona igual».
El TOC es un trastorno de ansiedad caracterizado por pensamientos intrusivos y obsesivos, que el afectado intenta neutralizar con rituales mentales o físicos (las compulsiones). «Es la enfermedad de la duda constante», explica Ibon a DV. «¿Y si soy gay aunque nunca lo haya sentido? ¿Y si hago daño a mi madre por no cerrar bien una puerta? El TOC lanza esos pensamientos una y otra vez».
Desde los 10 años, Ibon comenzó a desarrollar rituales que solo tenían sentido en su mente, pero que no podía evitar. «Tenía TOC mágico-supersticioso. Si veía una piedra en la acera, tenía que apartarla por miedo a que alguien se resbalara y muriera por mi culpa. O tocaba un objeto dos veces para 'evitar' que mi madre falleciera. Son pensamientos catastróficos, absurdos, pero imposibles de ignorar», afirma Urbina.
Más adelante, llegó el TOC de ideación sexual, que se refiere a pensamientos no deseados, intrusivos y angustiantes sobre temas sexuales. «Soy heterosexual, pero no podía dejar de preguntarme: '¿Y si soy gay?'. El TOC es la locura de la duda ('folie de doute', como lo llaman en Francia). Esa incertidumbre constante es una tortura». Añade: que en su caso «no hubo un desencadenante claro. Era un niño perfeccionista, hijo único, tímido. Mis padres me apoyaron mucho, pero en el colegio nadie detectó nada. Yo usaba esos rituales para tener control en un mundo que me abrumaba».
«Si vivieras conmigo, no te darías cuenta», confiesa. El TOC, como otros trastornos mentales, se esconde bien. «En casa era donde me relajaba y donde mis padres veían que salían a la luz los rituales. En el colegio, nada. Nadie sospechaba». Esa invisibilidad tiene un coste: muchos jóvenes pasan años sin diagnóstico o sin tratamiento.
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Ibon no tuvo más remedio que recurrir a la vía privada para tratar su trastorno. «En Osakidetza hay pocas plazas, poca especialización. Y esto requiere atención específica». Pese a todo, ha aprendido a manejarlo. No a eliminarlo. «Acepté que el TOC no tiene cura, pero sí herramientas. Tengo una salud mental frágil, pero con las herramientas adecuadas puedo vivir bien».
Urbina, durante su adolescencia, gracias a su familia y al tratamiento recibido, aprendió a convivir con su trastorno y a los 20 años se lo contó a su entorno cercano. «Les dije a todos: 'Tengo TOC, pero soy un chico maravilloso'. Fue liberador».
Sin embargo, su historia muestra también el precio silencioso de vivir con esta enfermedad. Ibon eligió Ingeniería Informática, terminó la carrera y encontró un buen trabajo, pero pronto descubrió que su mente no podía más y tuvo que dejarlo. «Es una profesión muy mental, y mi TOC se disparaba. Me obsesionaba con la idea de que era tonto si no entendía algo rápido. Hacía tests de inteligencia compulsivamente para calmar esa ansiedad». En esa etapa, un mal día empezaba cuando un compañero entendía algo antes que él. «Mi autoestima se desplomaba, ya no podía concentrarme. Aunque sepas cómo gestionar el TOC, hay días en que gana. Tienes que estar en plena forma mentalmente, si te pilla cansado o más bajo de ánimo, es como luchar contra un huracán».
Entonces decidió cambiar de carrera, ya que había cuestiones a las que no quería exponerse ni sufrir para superarlas. «No me apasionaba. Sufría por algo que ni quería». Pasar a Fisioterapia fue una decisión clave: «Es manual, no mental. Me gusta el deporte y ayudar a otros. Y el riesgo de obsesiones es menor: puedo dudar de mí mismo cinco veces, no mil como en informática. Cuando me asaltan las dudas, me digo: 'Prefiero 40 años haciendo algo que amo, que vivir atrapado en una carrera que me destruye'».
Aunque a veces bromea sobre sus rituales, también advierte de que aún mucha gente cree, en parte por culpa de la televisión, que «el TOC son manías graciosas. Pero no es eso. Son obsesiones que te consumen. Por eso hay que lograr explicar a la sociedad el infierno de la culpa irracional que se siente y las compulsiones que te roban horas de vida».
Pese a los obstáculos, ya que «el TOC es la octava enfermedad más incapacitante del mundo, según la OMS» , asegura Urbina, este joven donostiarra quiere centrar su mensaje para otros afectados en «dejar atrás la culpa y buscar ayuda, somos verdaderos campeones, hay que luchar y buscar una vida feliz».
Egoitz Afectado por TOC
Otro afectado, Egoitz, subraya que más allá del detonante, lo importante es el enfoque: «A mí me sirve centrarme en el presente. Si hablo contigo, hablo contigo. No dejo que el TOC me secuestre. Lo entreno. Me siento en silencio, observo el vacío, entreno sin música para enfrentar los pensamientos. Les digo: 'Te acepto, pero paso de ti'. La ansiedad hay que abrazarla, no combatirla».
Arantxa Familiar de afectado por TOC
No todos los afectados pueden compartir su historia en público. Arantxa acudió por su hermano, afectado por TOC desde hace 20 años. «No podría estar aquí, hay demasiada gente. A él se le desencadenó en la mili, después de que le abrazara un amigo que había estado en prisión. Desde entonces evita que nadie lo toque. Es horrible».
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