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– La novela despliega un maravilloso muestrario de términos propios de la recolección del corcho, que no sé si están en riesgo de perderse...
– ... Me fascina la naturaleza, así que intento profundizar todo lo que puedo. Quería explicar bien en qué consiste ese proceso productivo y conocer bien esos árboles que tienen el tratamiento de un personaje. Hay un lenguaje que espero que perviva porque la saca del corcho aún perdura. Los alcornoques se descorchan cada nueve años, siempre en verano, y con el cambio climático el período de la saca se va retrayendo porque la corteza se pega al árbol, pero el oficio continúa. Si desapareciera, también lo haría ese lenguaje.
– En la novela se habla de una leyenda sobre apariciones de dos niños que son un augurio de alguna muerte inminente.
– Me ha gustado muchísimo escribir de ese asunto. He huido del bucolismo y de la idealización, pero quería homenajear con una mirada muy cariñosa a ese pueblo que se parece mucho al de mis veranos. Allí me han contado historias que me dieron mucho miedo porque la literatura oral en Andalucía tiene mucho chisporroteo. La gente cuenta muy bien. Quería hablar de esa cosa tan lorquiana del destino trágico y del loco lúcido, y estos niños me permitían entrar en un plano de extrañamiento que da pie a que el lector lo entienda como quiera: se puede hacer una lectura estrafalaria o una más profunda, como que nada asusta más que nuestra propia mezquindad y que quizás no hay fantasmas más horripilantes que la maldad que albergamos dentro.
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